Enero 30: Santa Jacinta de Mariscotti

Clarice de Mariscotti –así se llamaba sor Jacinta– era hija de Marcantonio Mariscotti y Ottavia Orsini, condesa de Vignanello, lugar próximo a Viterbo (Italia), donde nació el 16 de marzo de 1585. De sus padres recibió una profunda formación religiosa. Su hermana mayor se hizo terciaria regular del convento de San Bernardino en Viterbo, pero ella no manifestó ninguna inclinación por la vida religiosa. Antes bien, al llegar a la adolescencia, Clarice se volvió vanidosa y mundana, amiga de fiestas donde lucir su gracia y elegancia. vestidos, adornos, entretenimientos centraban todo su interés.

Preocupado por tanta vanidad, su padre decidió recluirla en el convento donde su hermana mayor era un ejemplo de virtud. Clarice obedeció de mala gana, sin otro deseo que el de salir de allí lo antes posible, para volver a la vida despreocupada y mundana de antes. A su padre, cuando iba a visitarla, le decía: «Aquí me tienes de monja como has querido, pero yo quiero vivir de acuerdo con mi condición social».

Tanto insistió, que el padre acabó cediendo; pero en su casa no encontró lo que esperaba. Los años corrían, las vanidades pasaban, y ella no encontraba quien la hiciera feliz. Ningun “buen partido” de la región prestaba atención a aquella joven atolondrada, mientras su hermana menor, Hortensia, le tomaba la delantera y se casaba con el marqués romano Paolo Capizucchi.

La familia le insistió entonces para que regresara al convento, como monja. Ella aceptó de mala gana, y profesó con el nombre de Jacinta, llevándose consigo el mundo a la vida religiosa. Como las celdas le parecían pequeñas y pobres, se hizo construir una especial para ella, de acuerdo con su posición social, y la adornó con lujo principesco, con cortinas, alfombras, objetos de oro y plata, y una mesa de mármol. Todo eso, que podría quedar bien en un palacio, desentonaba con el ambiente pobre del convento. También se hacía preparar comidas especiales, y organizaba diversiones inapropiadas para una religiosa. A los actos comunes acudía con tedio y mala voluntad.

Así trascurrió diez años, hasta que una grave enfermedad le hizo añorar la inocencia de su infancia. El pensamiento del fuego del purgatorio y del infierno la aterrorizó de tal modo, que empezó a pedir a gritos un confesor. Le enviaron al P. Antonio Bianchetti, hombre virtuoso, muy enérgico y categórico, que estaba allí de paso. Pero al ver tanto lujo se negó a confesarla, diciendo: «El Paraíso no se ha hecho para hermanas soberbias y vanidosas». «Entonces -replicó ella- ¿he entrado en la orden para condenarme?». «Debes cambiar de conducta -repuso el confesor-, y reparar el mal ejemplo que has dado a las hermanas». Al día siguiente Jacinta cambió su ropa de seda por un pobre hábito, e hizo una confesión general con muchas lágrimas y gemidos, manifestando un verdadero arrepentimiento. Después fue al refectorio y se disciplinó delante de las hermanas, mientras les pedía perdón por los malos ejemplos que les había dado.

Con todo, la ruptura no fue radical. Le quedaba su celda lujosa, a la que estaba tan apegada. Una nueva enfermedad –durante la cual vio a Santa Catalina de Siena, que le dio varios consejos– hizo que esta vez su conversión fuese total. Entregó todo lo que poseía a la superiora, se revistió con la mortaja de una monja recién fallecida, y se propuso no ver más a sus parientes y amigos, a no ser por orden de la superiora, a fin de romper con su vida anterior. Desde entonces quiso que la llamaran Jacinta de Santa María y no de Mariscotti. Cambió su cama por un tronco de leña, teniendo como almohada una piedra. Se mortificaba día y noche con ásperas disciplinas, hasta regar con su sangre el suelo de la celda. Se causó llagas en los pies, en las manos y en el costado, en memoria de las llagas del Divino Salvador. Los viernes, en memoria de la sed que Nuestro Señor sufrió en la Pasión, se colocaba un puñado de sal en la boca. Se alimentaba de pan y agua y, en Cuaresma y Adviento, vivía de verduras y raíces cocidas al agua.

Tomó un concepto tan bajo de sí misma, que se consideraba la más pecadora; por eso escogió como sus patronos a santos que ofendieron a Dios antes de convertirse: San Agustín, Santa María Egipcíaca, Santa Margarita de Cortona. Ya no se conformaba con ser una religiosa perfecta; quería ser una franciscana santa. Trocó la soberbia por paciencia, la ambición por humildad. Creció en fervor y devoción, practicó con delicadeza la caridad con sus hermanas y con los habitantes de Viterbo, a quienes socorría según sus posibilidades.

Jacinta buscaba cualquier ocasión para humillarse. A veces acudía al refectorio con una cuerda al cuello, se arrodillaba delante de cada monja, y les besaba los pies, pidiendo perdón por sus malos ejemplos pasados. Hacía los trabajos más repugnantes en el convento, barría las celdas de rodillas y soportaba alegremente las injurias de algunas hermanas, que la llamaban loca y alucinada. A todas pedía que rezaran por ella. A una de ellas escribió lo siguiente: “Hace catorce años que cambié de vida. Durante ese tiempo recé a veces hasta cuarenta horas seguidas, asistí a diario a varias misas, y me encuentro aún lejos de la perfección. ¿Cuándo podré servir a mi Dios como Él merece? Rece por mí, amiga mía, para que el Señor me dé al menos la esperanza”. A pesar de lo que hacía para ser despreciada, su virtud resplandecía a los ojos de la comunidad, que la escogió como sub-priora y Maestra de novicias.

Jacinta reformó también muchos conventos mediante cartas dirigidas a las superioras relajadas, amonestándolas de los castigos que las amenazaban. Por sugerencia suya, la duquesa de Farnesio y de Savella fundó un monasterio de clarisas en Farnesio, y otro en Roma.

La fama de su santidad traspasó la reja del convento. Cierto día, algunos de sus paisanos que viajaban en alta mar se vieron sorprendidos por una terrible tormenta, y se encomendaron a Jacinta. Al instante vieron a una monja franciscana de hábito blanco, que amainaba las ondas y dirigía la embarcación a buen puerto. Habiendo uno de ellos ido después al convento para agradecer tamaño beneficio, Cuando fueron al convento a relatar lo sucedido, Jacinta huyó del locutorio para no ser alabada.

Para convertir pecadores su elocuencia iba directa al corazón de los más empedernidos. Francisco Pacini era un soldado de fortuna tristemente célebre por su insolencia, crueldad y falta de pudor. La santa oyó hablar de él y resolvió convertirlo con oraciones y ayunos especiales durante varios días. Después lo mandó llamar al convento para un asunto de la mayor importancia. Pacini respondió con desprecio, pues había jurado no poner  jamás los pies en un convento. Pero un amigo le reprochó: “¡Cómo has cambiado! ¡Ya no osas enfrentarte ni a la mirada de una mujer!” Por miedo a ser tachado de cobarde, Pacini se dirigió al convento, dispuesto a hacer que la osada monja se arrepintiera de su temeridad. Pero apenas se vio delante de ella comenzó a temblar. A medida que ella le recordaba el horror de sus crímenes y el castigo que merecían, cambió su semblante, cayó de rodillas y prometió confesarse. Lo hizo el domingo siguiente, que era el de Pasión, en medio de la iglesia, con los pies descalzos y una cuerda al cuello. Más tarde tomaría el hábito de peregrino y consagró su vida a Dios.

Su caridad hacia los pobres era proverbial. No teniendo voto de clausura, acudía a sus casuchas y chabolas, para llevarles auxilio espiritual y material. Pero también manifestaba su aprecio por la nobleza asistiendo a los nobles empobrecidos y vergonzantes.

En un pequeño diario autógrafo dejó algunos pensamientos que reflejan su espiritualidad centrada en la piedad eucarística y mariana, y su ardiente sed de mortificación y de llevar las almas a la santidad. Murió el 30 de enero de 1640, a los 45 años de edad. Ese día sonaron todas las campanas de la ciudad y todos sus paisanos se conmovieron por el tránsito al cielo de Jacinta. Fue beatificada en 1762 por Benedicto XIII, de la familia Orsini, a la que pertenecía su madre. Pío VII la canonizó en 1807.