FEBRERO 6: San Pedro Bautista

San Pedro Bautista nace en San Esteban del Valle el año 1542, tres siglos más tarde que San Francisco. No pudo conocerlo, naturalmente, pero posiblemente sí conoció al gran reformador de su Orden, Pedro de Alcántara, famoso y muy querido por las gentes de estos pueblos abulenses: San Esteban del Valle, Mombeltrán, Cuevas, Guisando y sobre todo Arenas, donde quiso venir a morir y donde yacen hasta el día de hoy sus restos.

San Pedro de Alcántara había estudiado también en Salamanca y no es improbable que su recuerdo se conservara aún fresco entre algunos universitarios, máxime al saberle ya famoso. Lo cierto es que, en 1567, a los cinco años de morir San Pedro en Arenas (1562), el joven Pedro Blázquez (Bautista) regresa de Salamanca, pide su ingreso en la Orden y hace su noviciado en el convento de Arenas, junto al sepulcro del gran contemplativo y penitente Pedro de Alcántara. Aquí, en pleno fervor y rigor espiritual de la reforma alcantarina forja su espíritu el joven novicio Pedro Bautista.

San Pedro de Alcántara no llegó a ir de misionero entre los infieles, pero fue un gran misionero popular, conocido como gran predicador. Como reformador y fundador de la Provincia de San José supo infundir e impulsar la vocación misionera de los hermanos que se iban incorporando a su reforma, abriéndoles el espíritu y orientándoles hacia los nuevos campos de misión que venían de descubrir algunos de sus paisanos cacereños, el así llamado Nuevo Mundo. En este sentido hay que decir que San Pedro de Alcántara y su reforma conectan con la más genuina tradición de la Orden fundada por San Francisco. Además, la Provincia franciscana que nace con San Pedro Bautista en Filipinas nace en pleno campo de misiones entre infieles y ha perseverado allí hasta este siglo, en que Filipinas se ha emancipado y convertido en Provincia franciscana autóctona y autónoma. Y Filipinas, gracias a la acción misionera de promoción integral de los franciscanos, y también de otros institutos, hoy es el enclave cristiano más importante de Extremo Oriente.

Pedro Bautista profesa en 1568, al año de ingresar. Al venir con los estudios eclesiásticos ya hechos, incluso con la orden del diaconado, fue muy pronto ordenado sacerdote y destinado por los superiores al apostolado de la predicación y a la formación en la provincia. Parece que no le llenaba esta tarea. A un cierto momento debió de sentir la llamada del Señor: «Pedro, rema mar adentro». Y siguió la inspiración. El clima que se respiraba en toda la península favorecía este impulso. Tras un serio discernimiento, un buen día presentó su moción a los superiores, como ordena la Regla (cap. 12), y obtuvo el visto bueno para incorporarse a un grupo de religiosos que iban a partir rumbo a Nueva España (Méjico).

Era el año 1581. Para allí se embarcó y allí permaneció y trabajó por espacio de casi tres años. Fue como su noviciado misionero. Vio muchas cosas y la experiencia le serviría de gran ayuda para el resto de su vida. Pero él nunca pensó que Méjico era la estación terminal de su aventura. Su objetivo, como el de todos los hermanos de hábito fue siempre China y Japón. Filipinas, con respecto a su ideal, venía a ser como una escala para repostar, no para echar raíces.

Llegó a Manila como Comisario el año 1584. Cumplido su cometido, se entregó sin demora a la labor misionera con el celo y el entusiasmo que le permitían las circunstancias. ¡Tan cierto es que sólo el amor es misionero! El amor que arde en el corazón de los hombres. Este es el secreto del ardor misionero de Pedro Bautista. Pero ¿cómo predicar a los nativos sin apenas conocer su lengua? Recurre a las obras. Entra en contacto con los ambientes más pobres y necesitados. Visita y cura a los enfermos. Levanta para ellos residencias y hospitales y se convierte en médico de los cuerpos y de las almas. Los primeros destinatarios de este nuevo misionero y de sus compañeros de religión fueron los leprosos y los pobres, como lo fueron para San Francisco (cf. Test 3). Si esto causó impresión en Filipinas aun entre algunos cristianos y eclesiásticos empleados en la labor misionera, llegó a causar alarma entre los políticos cuando públicamente alzó la voz en defensa de los derechos conculcados de los pobres.

Su amor apostólico le llevaba a ser «estropajo de los leprosos» y abogado defensor de los sin voz, injustamente maltratados y explotados, a veces, por los colonizadores y encomenderos. Pedro Bautista ya había sido testigo de ello en Méjico y sabía de boca de los indígenas lo que marcaba la diferencia para ellos entre el misionero franciscano e incluso otros misioneros. Lo recoge el historiador mexicano Miguel León:«A los indígenas les gustan los franciscanos porque estos andan pobres y descalzos como nosotros, comen lo que nosotros, asiéntanse entre nosotros, conversan entre nosotros mansamente… Con su amor y caridad atraen tanto a ricos como a pobres…, mucho más a los indios pobres. Nunca se halló pleito ni quejas de los bienaventurados hermanos».

Los malolientes indios y leprosos que detestaban incluso algunos misioneros, les olían a cielo a los franciscanos en Méjico, Filipinas y Japón, sigue diciendo el mismo autor. Otro observador veraz de los hechos comenta: «Mientras nosotros en nuestras pesquerías damos muerte a los indios, estos hijos de San Francisco han preferido morir por ellos» (Rodrigo de Niebla, cronista). Esta ha sido otra constante histórica de la Orden.

Pedro Bautista conocía muy bien todo esto y lo había asimilado por ser y responder al método recomendado por San Francisco en la primera Regla, que dice: «… y los hermanos que van entre sarracenos y otros infieles, pueden comportarse entre ellos espiritualmente de dos modos. Uno, que no promuevan disputas y controversias, sino que se sometan a toda humana criatura por Dios, y confiesen que son cristianos. Otro, que cuando les parezca que agrada al Señor, anuncien la Palabra de Dios para que crean, se bauticen y hagan cristianos» (1 R 16).

Se trata no de imponer, sino de proponer, no tanto de demostrar con argumentos, cuanto de mostrar con la vida y las obras. El amor es praxis. San Pedro hizo experiencia en Filipinas de que el mejor soporte del misionero era la vida escondida con Cristo en Dios, es decir, la contemplación, la austeridad de vida expresada en la penitencia, la descalcez y, sobre todo, en la pobreza evangélica, elementos todos nucleares y vertebradores de las ordenaciones de la reforma Alcantarina profesada por el santo y sus compañeros.

Y aprendió, igualmente por experiencia, que el mejor púlpito para el misionero franciscano eran los hospitales y las escuelas erigidas al lado de las iglesias pobrecillas y los conventos para atender a los pobres y enfermos y para sacar a todos de las tinieblas de la ignorancia y el error.

Cuando sonó la hora de Dios y Pedro Bautista fue designado embajador de Felipe II ante el emperador del Japón Taikosama, trasvasó con él su metodología misionera al Japón también. Al emperador nunca le inquietó este nuevo modo de vivir y actuar de los nuevos misioneros; al contrario, le complacía, y por eso les prometió toda suerte de ayuda. A su oferta de hijos, él respondió que sería su padre.

3. Pedro Bautista, embajador de paz y misionero de Jesucristo y su Evangelio

La novedad introducida por Pedro Bautista y sus hermanos franciscanos de la descalcez causó profunda impresión en el ámbito japonés, no por la misión diplomática de Pedro Bautista, sino porque mostraban un talante propio, distinto del de otros misioneros, pues a ninguno de éstos habían visto los nativos descender a lavar a los leprosos, curarlos y hasta besar sus heridas, andar descalzos y con el hábito remendado, vivir de limosna y a la intemperie como los más pobres, menospreciar las riquezas, etc. Esto produjo necesariamente división de opiniones y posturas: en algunos, celotipia; en otros, incluso gentiles, admiración y estima.

Fray Juan Pobre, excelente reportero de los acontecimientos, recoge en su Historia comentarios como éste:«… su ley es la mejor de todas, y que debía haber algún premio en la otra vida, pues en ésta curaban a los leprosos, que tanto en Japón aborrecían». Los frailes eran noticia en todo Japón. De todas partes llegaban al hospital de Miyako y al de Nagasaki sobre todo leprosos para comprobar cosa tan extrema. Al constatarlo con sus propios ojos, un testigo que aún era gentil comenzó a predicar a los leprosos diciendo: «Tened en mucho esta obra maravillosa que estos extranjeros blancos hacen con vosotros… Y mirad que seáis agradecidos, pues no hay padre ni madre que tal haga con sus hijos cuando están leprosos; cortarles sí y matarlos, mas regalarlos así, como éstos hacen con vosotros, nunca tal se ha visto en Japón».

Fácil es suponer la fuerza de atracción que paulatinamente comenzó a ejercer la vida y comportamiento de los nuevos misioneros. Lo que nos resulta difícil de comprender es que al mismo tiempo y por la misma razón fueran conminados a abandonar la misión de Japón. El historiador jesuita padre Frois tacha a los franciscanos de imprudentes y temerarios por su metodología misionera. Y el mismo obispo, Pedro Martínez, de la Compañía de Jesús, invocando la autoridad papal y la suya, les prohibió toda actividad apostólica y asistencial, y hasta la mendicación para sobrevivir, con objeto de que abandonaran su campo de misión en Japón.

Las causas y acusaciones eran tan infundadas que forzaron una réplica bien ponderada del pacífico embajador, Pedro Bautista, que revela la talla de su enorme personalidad humana y evangélica. En una carta preciosa dirigida al obispo le dice entre otras cosas: «Y también advierta vuestra Señoría que nuestros Breves (documentos pontificios) los han examinado doce teólogos y un doctor en leyes, y todos nos obligan, so pena de pecado mortal, a no dejar las almas del Japón. Y cuando V. Señoría por fuerza y, como dicen, nos quisiera tomar por hambre, como parece lo ha mandado vedándonos las limosnas, sepa que aunque coma hojas de árboles no tengo que dejar el Japón hasta que lo mande el Papa y el Rey muy bien informados; porque tanto como esto conviene hacer por las almas que Cristo nuestro Redentor con su sangre redimió» (Carta de finales de 1596).

Pedro Bautista y sus compañeros, animados por el espíritu, el celo y el amor, a pesar de tantas dificultades, no pasaron a la clandestinidad sino que se mantuvieron a cara descubierta junto al necesitado hasta el día en que les encarcelaron. La pobreza franciscana siembra amor y florece en bienaventuranza, pero tiene un precio. Pedro Bautista y sus compañeros lo comprobaron cuando por la causa del evangelio les pidieron la vida en el calvario de Nagasaki y generosamente la dieron. Les cerraron la boca, pero los pobres siguen gritando: «Pedimos con lágrimas y suplicamos que no solamente estos padres no se vayan, mas que antes, para nuestro consuelo, se multipliquen en Japón» (de la carta firmada por los pobres enfermos y leprosos de los hospitales de San José y Santa Ana, que son ochenta).

Pedro Bautista realizó el sueño acariciado por San Francisco: Rubricar con la propia sangre del martirio el anuncio del Evangelio como verdadero fraile menor.