OCTUBRE 13: San Serafín de Montegranario

San Serafín de Montegranario
(1540-1604)

Félix (Serafín) nace en Montegranario hacia 1540.
En torno a 1558, a los dieciocho años, entra en el noviciado capuchino de Jesi, en el primitivo convento, sito en las cercanías de Tobano, donde emite su profesión religiosa en 1559.
Durante los 64 años de vida religiosa la obediencia lo lleva y trae por varios lugares de la provincia capuchina, sin que se pueda establecer con precisión una exacta cronología.
En el convento de Áscoli Piceno permanece la mayor parte de su vida, y allá le sale al encuentro la hermana muerte en 1604.


La causa de beatificación, iniciada al poco tiempo de su fallecimiento, fue clausurada en Áscoli entre los años 1626-1632.
Es beatificado por el Papa Benedicto XIII en 1729, con decreto del 18 de julio.
El 16 de julio de 1767 Clemente XIII lo incluye en la lista de los santos.
«Vamos, santito, estáte quieto, que no he sido yo quien te ha curado, sino Cristo y tu fe, santito. (Y a quien lo mortificaba): ìAh, santito, que te sea dado un pan blanco. ìOjalá fuese yo digno del purgatorio! Soy un pecador. No tengo nada, solo el crucifijo y el rosario, pero con ellos dos espero poder ayudar a mis hermanos y santificarme».
(S. Serafín de Montegranaro)

MILAGROS DE UNA AMABLE HUMANIDAD

«La provincia de las Marcas de Ancona fue antiguamente, como cielo cuajado de estrellas, una gran lumbrera que ha iluminado y adornado la Orden de San Francisco y el mundo entero con sus ejemplos y doctrina». Así se expresan las Florecillas con su trasunto de poesía. Zacarías Boverio en sus Anales, como haciéndose eco de estas palabras y continuando en la misma línea laudatoria dice que: «en la provincia de las Marcas brilla una estrella esplendorosa para la religión en fray Serafín de Montegranario». Se nos habla de su santidad a través de los testimonios del proceso ordinario informativo, concluido en 1624 así como, gracias a la intervención del cardenal Madruzzi de Trento, en el proceso apostólico que llega hasta 1632.
Su santidad sintoniza maravillosamente con el primero de los santos capuchinos, san Félix de Cantalicio. Se dan tantas similitudes entre ellos dos que hasta el lector menos avisado podrá percatarse de ellas con facilidad; y al mismo tiempo resulta una expresión pintoresca de la genuina vida capuchina en su característica tradición espiritual de las Marcas, cuyos límites no traspasó Serafín de Montegranario.

Nacido a Montegranario hacia 1540, el segundo de cuatro hermanos, fue bautizado con el nombre de Félix. Delicado de salud, su padre, albañil de profesión, lo confió a un campesino, y éste le puso al cuidado de su rebaño. En el silencio del campo degustó la belleza de la soledad y de la oración, tanto que se cuentan diversos hechos maravillosos acontecidos en su juventud. Muerto su padre, el hermano mayor, que había asumido el trabajo del progenitor, llamó a Félix para que le echara una mano en sus labores. Félix no mostró demasiadas habilidades para la albañilería, lo que granjeó más de una reprimenda de parte de su irascible hermano. Félix se sentía llamado a una vida de penitencia, llamado al desierto, tal y como lo había escuchado en la vida de los eremitas. Confidenció un día sus inclinaciones a una joven piadosa del lugar, y ésta le habló de los capuchinos y de su espiritualidad, capaz, según ella, de colmar sus aspiraciones. Félix se entusiasmó con la idea y se presentó de inmediato al convento de Tolentino, y aunque no fue recibido de inmediato tal y como esperaba, se convenció de que aquella era su vida. Finalmente fue admitido al noviciado en Jesi, en el primitivo convento de Tabano, y cambiado su nombre por el de Serafín. Aquí mismo emitió su profesión religiosa.

A lo largo de sus 64 años de vida habitó en varios conventos de la provincia, Loro Piceno, Corinaldo, Ostra, Ancona, San Elpidio, Ripatransone, Filottranno, Potenza Picena, Civitanova, pero sobre todo en Áscoli Piceno, donde le salió al encuentro la hermana muerte el 12 de octubre de 1604. Áscoli fue su ciudad de adopción y lugar privilegiado de su santidad, razón por la que en ocasiones se le conoce como Serafín de Áscoli. La mayor parte de testimonios acerca de su santidad provienen de gentes de este lugar porque ellos verificaron y conservaron mejor el perfume de sus virtudes.

Sin embargo la cronología de estos lugares es difícilmente reconstruible porque los testimonios de que se puede echar mano están faltos de tales precisiones. Se conoce un secreto revelado por obediencia por el mismo san Serafín y expuesto en una disposición procesal de parte del padre Ángel de Macerata en 1627. Se encontraba el santo en Citanova, y era siempre grande el gentío que se acercaba en busca de fray Serafín. El superior de la casa le instó a que manifestara por qué medios había adquirido semejante santidad. Y respondió, como se lee en el proceso: «que él, siendo persona inhábil en todo, se maravillaba grandemente haber sido admitido en religión y profesado en ella. Salido del noviciado, fue destinado a una fraternidad en la que el superior gustaba mucho de que las cosas estuvieran debidamente ordenadas, de tal manera que los sacerdotes fueran servidos por los hermanos laicos, según costumbre de nuestro instituto. Fray Serafín confesó que él se veía inepto para todos los trabajos, y que en cualquier oficio que se le confiara resultaba, a la postre, una auténtica nulidad. Esto le reportaba castigos, penitencias y reprimendas en abundancia de parte del guardián. A esta situación se añadía la astucia del demonio que condujo a fray Serafín a tanto hundimiento psicológico que pensó abandonar la Orden. Y un día en que ante el Santísimo desahogaba sus penas, casi gritó: Señor, estos frailes han descubierto mi ineptitud para cualquier trabajo, pero si yo no era apto para la profesión, ellos no debieran haberme recibido en profesión, y sin embargo, una vez aceptado, ¿por qué me traen y me llevan con tanta mortificación? Y escuchó una voz que le decía: Fray Serafín, ¿no es este el camino apropiado para servirme a mí, que tanto he padecido para la redención del género humano? Fray Serafín quedó profundamente afectado, y, ayudado por el Espíritu Santo, comenzó a entrar dentro de sí mismo, proponiéndose que cada vez que le dijeran o hicieran algo contrario a razón, rezaría un Rosario a la Señora, de la que era devotísimo. Luego de haberse ejercitado durante un tiempo en semejante propósito y estando otro día de nuevo ante el Santísimo escuchó su voz que le decía: Fray Serafín, porque te has vencido por mi amor y te has mortificado, pídeme la gracia que desees, y te aseguro que te la concederé»

En este continuo negarse a sí mismo radica el secreto de su santidad. Las gracias recibidas fueron tan abundantes que un superior le pidió que cesaran los prodigios. Los milagros se le volaban de las manos al humilde frailecillo como pájaros, y de ello dan testimonio las actas del proceso. Bastaba un beso a su manto, una caricia de sus manos o la simple la invocación de su nombre para que las viejas enfermedades desaparecieran, y casos desesperados tuvieran solución. En sus manos – escriben los biógrafos modernos -, todo resultaba prodigioso: el pan, las naranjas, la hierba, el grano, la lechuga, pero especialmente el rosario, hecho de caña de hinojo y trocitos de calabaza. La gente tenía más confianza en ese rosario que en todas los médicos de la ciudad.

Se dan dos aspectos externos que vienen a caracterizar su figura: el pequeño crucifijo y el rosario entre sus manos. Es su iconografía tradicional. Su devoción al Crucifijo y a la Virgen constituían en él una fuente de tal sabiduría que dejaba perplejos a doctos y teólogos. Daba a besar su crucifijo, siempre a mano, a las gentes que se le agolpaban, también como estratagema a fin de evitar que le besaran la mano o la túnica. Él es un hombre hecho humildad, pero gozoso y siempre luminoso.

Nos encontramos ante un perfecto observante de la pobreza, siempre en camino por los senderos empinados de la espiritualidad penitencial, contemplativa y apostólica de la Orden. Había hecho de la iglesia su propia celda, porque, sobre todo durante las noches, pasaba más tiempo ante el Santísimo que en su habitación. Si sorprendía a alguien fiscalizándole, le decía con humor que él dormía más en la iglesia que en el refectorio. Participaba en el mayor número de celebraciones eucarísticas, estaba siempre pronto a la hora de la Comunión, en la recepción de otros sacramentos, en sus ratos de oración, en la penitencia. Enamorado de la Cruz y de la Virgen, le encantaba meditar en sus misterios y se extasiaba. Habría deseado vivir en Roma o en Loreto para poder ayudar en muchas misas. Así, de este clima nacía su celo por participar con Cristo en la salvación de las almas, y de ahí también sus pequeñas exhortaciones, su fructuoso apostolado vocacional, su veneración a los sacerdotes, su compasión con los enfermos, los atribulados y los pobres; su empeño por la pacificación social y familiar, su ardor misionero y su deseo de martirio. Casi analfabeto, sabía hablar con extraordinaria competencia y gran unción de las cosas de Dios cuando, por obediencia, se veía precisado a predicar en el refectorio. Sus palabras, comentando, por ejemplo, el salmo Qui habitat in audiutorio Altissimi o la secuencia Stabat Mater Dolorosa, se cargaban de emoción y llevaban al auditorio a las lágrimas.

La gente que le conoció le retrató con realismo: «Siempre tenía la barba y los cabellos revueltos… le olía mal el aliento… la túnica, llena de petachos, se le caía por la izquierda y dejaba ver el cilicio que cargaba… tenía el cuello siempre rojo, lleno de sarpullido y cubierto de una pelusilla fina… no quería que nadie le tocara la espalda… amaba con pasión las flores y los niños». Los niños han sido siempre privilegiados de los santos humanos pequeñitos. Fueron precisamente los niños quienes anunciaron a gritos la muerte de fray Serafín, a mediodía, el 12 de octubre de 1604: «ìHa muerto el santo, ha muerto el santo!».