Santa Verónica Giuliani

Úrsula Giuliani (Veronica) nació en Mercatello sul Metauro el 27 de diciembre de 1660.

Entre los años 1669 y 1672 estuvo en Piacenza con su padre, que estaba al servicio del duque de Parma.
Volvió después a Mercatello, y el 28 de octubre de 1677 vistió el hábito religioso entre las capuchinas de Città di Castello
El 1 de noviembre de 1678 emite la profesión religiosa.
El 4 de abril de 1681 Jesús le pone sobre la cabeza la corona de espinas.
El 17 de septiembre de 1688 fue elegida maestra de novicias, oficio que desempeñó hasta el 18 de septiembre de 1691.
El 12 de diciembre de 1693 comienza a escribir su Diario.
Desde el 3 de octubre de 1694 hasta el 21 de marzo de 1698 es de nuevo maestra de novicias.
El 5 de abril de 1697, Viernes Santo, recibe los estigmas, y el mismo año es denunciada al Santo Oficio.
En 1699 es privada de la voz activa y pasiva.
El 7 de marzo de 1716 el Santo Oficio revoca su disposición.
El 5 de abril de 1716 Verónica es elegida abadesa y permanece en el cargo hasta la muerte
El 9 de julio de 1727 muere.
El 6 de diciembre de 1727 se inicia el proceso ordinario informativo, que se concluye el 13 de enero de 1735.
Siguen los procesos ordinario y apostólico en 1735 y 1746.
El 17 de junio de 1804 Verónica es beatificada por el papa Pío VII.
El 26 de mayo de 1839 es canonizada por Gregorio XVI.
Oh almas, recurrid a la sangre preciosa de vuestro Creador, que Él os ha comprado y redimido. Dios mío, no os pido otra cosa que la salud de los pobres pecadores. Convertidlos todos a Vos, todos a Vos. ìOh amor, oh amor! Mandadme más penas, más tormentos, más cruces, que estoy contenta, con tal de que todas las criaturas vuelvan a Vos, y nunca, nunca, vuelvan a ofenderos. Me pongo por medianera entre Vos y los pecadores. Vengan los tormentos; el amor lo sufrió todo. El amor ha vencido, y el mismo Amor ha quedado vencido, porque el alma lo siente en sí, en modo que no tengo modo de decirlo.
(Santa Verónica Giuliani)

UNA VIDA CONSAGRADA A LA EXPIACIÓN

No es raro que los místicos tengan la pluma fácil, y Verónica Giuliani no constituye una excepción, ciertamente, con las 22.000 páginas manuscritas del Diario, en el que relata la dramática y exaltante historia de su camino hacia Dios. La santa lo escribió «con mortificación y rubor…, por pura obediencia»; pero, sin faltar a la verdad, hubiera podido añadir: con gran fatiga y sacrificio de sueño, porque los recuerdos fueron ordinariamente anotados durante la noche, privando al cuerpo del reposo debido.

El Diario cubre prácticamente todo el arco de los sesenta y siete años de vida de la santa, desde los primeros recuerdos de la infancia, mencionados en cinco relaciones, hasta el día 25 de marzo de 1727 cuando, según dice Verónica, la Virgen le sugirió que escribiera: «Pon punto final», y su cansada mano dejó la pluma para siempre.

Verónica nació en Mercatello sul Metauro el 27 de diciembre de 1660, y fue bautizada al día siguiente con el nombre de Úrsula. Su padre, Francisco, estaba al frente de la guarnición local con el grado de alférez. De su matrimonio con Benita Mancini nacieron siete niñas, dos de las cuales murieron en tierna edad. Úrsula fue la última y, al igual que las otras, creció en un ambiente saturado de piedad, creado sobre todo por la madre, mujer profundamente religiosa y de delicados sentimientos, que dejará su nidada de niñas y de adolescentes el 28 de abril de 1667, cuando solo contaba cuarenta años.

Antes de morir, llamó junto a sí a sus hijas, y mostrándoles el Crucifijo, asignó a cada una de ellas una llaga; a Úrsula, la menor, le correspondió la del costado. El acto dice mucho de la religiosidad de la familia Giuliani, en la que la oración en común, la armonía y la práctica de las obras de misericordia formaban la vida de cada día. En los procesos de canonización de Verónica alguien dijo: «En casa de los Giuliani se leía cada noche la vida de un santo».

Así sucedía en Mercatello, así siguió entre 1669-1672 en Piacenza, donde las niñas se trasladaron con su padre, que había obtenido el oficio de superintendente de los impuestos al servicio del duque de Parma; y así, finalmente, continuó después de su regreso a Mercatello.

De este período feliz de su vida Verónica recordará las travesuras, la bondad de las personas que la rodeaban, la tierna devoción de sus oraciones a la Virgen y al Niño Jesús, las primeras llamadas a la vida religiosa, la larga y agotadora resistencia que el padre opuso al cumplimiento de este ardiente deseo suyo.

Francisco Giuliani había permitido que las otras cuatro hermanas entraran libremente en un monasterio, pero ante la petición de Úrsula – la más querida, la más iinteligente, y según la interesada, la más mimada y consentida de las hijas – no estaba dispuesto a ceder. Quería que se quedase con él, que formase una familia. Pero ya a los nueve años Úrsula había tomado su decisión, y el viejo alférez tuvo que capitular ante la inamovible resolución. De manera que el 28 de octubre de 1677, cuando aún no había cumplido los diecisiete años, Úrsula vistió el hábito religioso entre las capuchinas de Città di Castello, tomando el nombre emblemático de Verónica.

Pero, ¿de quién será ella la «verdadera imagen», la copia fiel? El entusiasmo de Verónica, mantenido por su juventud (en el monasterio la llamarán durante mucho tiempo «la niña») no deja lugar a dudas: aspira con todo su ser a convertirse en una verdadera imagen de Cristo crucificado.

Al ingresar en las capuchinas, ella trae consigo inestimables riquezas espirituales: la inocencia, el hábito de la oración, un entusiasmo sin límites, la firme voluntad de trabajar en serio y una gran dosis de ingenuidad que le impide imaginar obstáculos de toda clase a su ardiente sed de perfección religiosa. Verónica está preparada y decidida a escalar la cima de la santidad, heroicamente, como lo hicieron sus modelos, los santos, cuyas gestas había escuchado desde su niñez. El monasterio es la palestra que hace posible la emulación de su generosidad. A su juicio, el carril sobre el que deberá correr y deberá recorrer está constituido por la oración y la penitencia, la contemplación y el sufrimiento.

A grandes rasgos, Verónica va por este carril durante casi veinte años, entre obstáculos e incomprensiones, decidida a alcanzar su objetivo, cueste lo que cueste. A su alrededor, en el monasterio, todo se desarrolla en la cotidianidad más gris, pero su itinerario hacia Dios registra numerosas fechas memorables: el 1 de noviembre de 1678, la profesión religiosa; el 4 de abril de 1681, Jesús le pone sobre la cabeza la corona de espinas; el 17 de septiembre de 1688, es elegida maestra de novicias, oficio que desempeña hasta el 18 de septiembre de 1691; el 12 de diciembre de 1693 comienza a escribir el Diario; desde el 3 de octubre de 1694 hasta el 21 de marzo de 1698 es de nuevo maestra de novicias; el 5 de abril de 1697, Viernes Santo, recibe los estigmas; el mismo año es denunciada al Santo Oficio y, en 1699, privada de la voz activa y pasiva.

Son fechas y hechos que, por sí mismos, permiten intuir que en Verónica había ocurrido algo arcano, a lo que el mismo mundo conventual había reaccionado con la confianza, la admiración e, incluso, con la guerra declarada. La que sufrió fue la pobre «humanidad» de Verónica, sometida a privaciones, penas y humillaciones de toda clase. El relato de los sufrimientos, que ella buscó que le impusieran, tiene algo de horripilante. Ni el hagiógrafo ni el lector moderno logran justificar, o solamente comprender, un comportamiento semejante. En cierto sentido, la misma Verónica renunció a ellos cuando, superada finalmente aquella etapa de su terrible ascesis, habló de «locuras que me empujaba a hacer el amor».

Desde que recibió los estigmas (1697), estas «locuras» comenzaron a ser menos frecuentes, para desaparecer completamente en 1699. Desde entonces Verónica estará contenta por «sufrir los males y tormentos que se veía y sabía que venían directamente de la mano de Dios para purificarla cada vez más». Era ésta una regla de oro que no se cansaba de inculcar a las jóvenes monjas, a las que sugería que «moderasen su deseo de penitencias».

Por inclinación natural, Verónica tendía a hacer la parte de María, no la de Marta. En los primeros años que pasó en el monasterio, creyó poder apagar su sed de perfección sumergiéndose en la meditación contemplativa. También la impulsaba en esta dirección la repugnancia que sentía por las humildes tareas domésticas y los servicios caritativos. Después, para colmar el sentido de vacío y descontento que había en ella, eligió servir. Por otra parte concibe el trabajo manual como un ejercicio de ascesis, como una penitencia; y esto desencadena en su ser una invencible repugnancia. Hasta aquel momento nunca le había pasado por la cabeza que cumplir aquellos actos fuera más útil y más altruista que no retirarse a su celda en contemplación y mortificación. De todas maneras, ella se pregunta si la pura contemplación puede resolver el problema moral de vida; y esto le lleva a discutir dentro de sí puede tener mayor valor espiritual la vida activa que la contemplativa. He aquí una frase suya muy reveladora: «¿No podía haber estado en el mundo haciendo el bien y no habrías sido útil también a los demás». Afortunadamente, pronto concluye que también puede ser útil a los demás quedándose en el monasterio. Así, hablando de la vida escondida en Dios, escribe: «y esto lo he de hacer en la oración, en las labores, por todas partes; no con el retiro de la persona en la celda, sino en medio de toda la comunidad he de practicar la soledad con Jesús… Me parece que con las obras mejor se verá lo que Dios quiere de mí».

Verónica ha conquistado una certeza práctica, y es que el modo más eficaz para encontrar a Dios consiste en buscarlo con sinceridad en medio de las diversas ocupaciones. Una norma práctica que seguirá hasta el último día de su vida y que con los modos más convincentes inculcará a sus religiosas.

El 7 de marzo de 1716, al revocar el Santo Oficio una disposición disciplinar, deja que Verónica pueda concurrir con pleno derecho a las elecciones para los cargos del monasterio y, en efecto, el 5 de abril siguiente es elegida abadesa, cargo que ejercerá hasta su muerte. Fueron doce años de gobierno ininterrumpidos y bendecidos por Dios. Son años envueltos en la luz del prodigio. El martirio de amor la había mantenido en vida para padecer. El amor había tenido su humanidad en un desnudo padecer. El 6 de junio de 1727 sus males corporales se habían agudizado y durante 33 días había padecido un triple purgatorio, en el cuerpo, en el alma, en el espíritu. La santa llamó junto a sí – como se lee en un testimonio de los procesos – a muchas religiosas que habían sido sus novicias y jóvenes y dijo: «Venid aquí, el Amor se ha dejado encontrar: esta es la causa de mi padecer; decidlo a todas, decidlo a todas». Después pidió que se cantase una alabanza sobre la Encarnación del Verbo; al cantarla estalló en un gran llanto: «¿Quién no llorará ante un Amor tan grande?». Y con la obediencia del confesor que la asistía, se serenó y expiró. Era el alba del 9 de julio de 1727.

Debido a la fama de santidad, el obispo diocesano Alejandro Francisco Codebò, el 6 de diciembre del mismo año, abrió el proceso ordinario informativo. Verónica fue beatificada el 17 de junio de 1804 y canonizada el 26 de mayo de 1839.

Mariano D’Alatri